31 agosto 2017 · por J. I. González Faus · en Economía, Política
J. I. González Faus. Si hay algo que nos realice y nos dé plenitud como seres humanos es eso que llamamos ternura. No una ternura simplona, sentimental y momentánea, sino eso que en tantas lenguas se designa con alusión a lo más visceral de nosotros: a lo que llamamos “ser entrañable”, con un término puesto audazmente en circulación por el Primer Testamento bíblico, para hablar de Yahvé.
Por otro lado, la experiencia nos habrá hecho ver en algún momento, que es ahí donde encontramos la más seria y más legítima afirmación de nosotros mismos. Pero a la vez: si hay algo que nos impida desplegar esa ternura y que la agoste en nosotros, es la pasión por el dinero: esa pasión nos lleva a buscar otra afirmación de nosotros mismos, falsa en este caso, siempre jadeante y siempre insatisfecha.
Creo percibir que esas dos dimensiones envuelven casi toda nuestra atmósfera actual. Por fortuna quedan aún suficientes gestos de ternura (otras veces he hablado de estrellas en la noche) que nos dan fuerzas para seguir viviendo. Cuando el pasado atentado de Manchester fue espontánea la oferta de familias y taxistas que se ofrecieron a hospedar en su casa o llevar gratis a dónde hiciera falta, a niños y adolescentes que habían perdido el contacto con sus padres, en el caos subsiguiente a la explosión. Y ahí está el heroísmo reciente de Iñaki Echeverría en Londres. Uno siente ganas de aplaudir, pero a la vez se pregunta por qué esos gestos no son más frecuentes en este panorama desolador que nos envuelve de atentados socioeconómicos cotidianos: en esas normativas de “austeridad para los pobres, crecimiento para los ricos”, o de “bienestar para los de casa e internamiento para los de fuera” (donde Gran Bretaña ocupa un lugar alto en la clasificación de inhumanidad); o ante esas leyes de terrorismo laboral, llamadas hipócritamente de “reforma”…
Y la respuesta me parece clara: es el dios dinero el que ahoga eso mejor de nosotros que la otra barbarie terrorista hace aflorar de vez en cuando. ¡Qué pena que sólo sepamos ser verdaderamente humanos cuando la inhumanidad nos golpea salvajemente! Evocando otra vez a A. Camus: “en el hombre hay más cosas dignas de admiración que de desprecio”; pero ¿por qué será que esos trazos admirables sólo se dibujan cuando estalla la peste?
En una de las obras más importantes del siglo pasado (Lo pequeño es hermoso) E. Schumacher tiene un capítulo titulado “paz y permanencia”, donde critica esa ideología dominante de que “el camino de la paz es el camino de la riqueza”: que cuando todos seamos ricos se acabarán las guerras. Esa ideología llevó a la atrocidad de Keynes (tan meritorio en otros campos) de que “debemos pasar todavía cien años simulando ante nosotros mismos que lo bello es sucio y lo sucio es bello: porque resulta que lo bello es inútil y lo sucio no lo es… La avaricia, la usura y la precaución deben ser nuestros dioses por un poco más de tiempo”. Han pasado ya 87 años desde que se escribieron esas palabras y lo único que ha sucedido es que nos hemos vuelto todos más cínicos y unos pocos mucho más ricos, pero no que la paz esté más cerca. Porque (concluye Schumacher) “si los vicios humanos tales como la desmedida ambición y la envidia son cultivados sistemáticamente, el resultado inevitable es nada menos que un colapso de la inteligencia: un hombre dirigido por la ambición y la envidia pierde el poder de ver las cosas tal como son”. Y concluye citando a Dorothy Sayers “no pensemos que las guerras son catástrofes irracionales: las guerras ocurren cuando formas erróneas de pensar y de vivir conducen a situaciones intolerables”. Y situación intolerable es la de miles de millones de personas en nuestro mundo, mientras nosotros creemos ser felices celebrando, por ejemplo, un campeonato de liga ganado, en última instancia, a golpes de talonario. Así de estúpidos nos han vuelto.
¡Cuánta razón tenían Buda y Jesús de Nazaret! El primero pone de relieve la inmensa mentira de ese ego al que intentamos alimentar a base de dinero, y siempre sigue pidiendo más y más porque, en realidad, no se alimenta sino que se consume, ya que ni siquiera tiene verdadera realidad. El segundo con su sencilla radicalidad usual: “no podéis servir a Dios y al dinero”. Que para nuestro tema de hoy significa (¡oigamos bien!): “No podéis servir a la ternura y al dinero”.
Así estamos hoy por haber querido servir al segundo: faltos, totalmente carentes de esa ternura que sería la fuente de nuestra verdadera paz y de la única posible felicidad. Y así vuelven a cobrar enorme relieve aquellas palabras de Ignacio Ellacuría mártir precisamente por pensar de ese modo: nuestro mundo del s. XXI sólo puede tener solución en “una civilización de la sobriedad compartida”. Si no, acaba pasando que, mientras el dinero intenta acomodarnos en una “banalidad” del mal, la guerra reaparece para recordarnos la intolerabilidad del mal.
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