4 nov 2009

Un medico español en Sudan. Primera parte



Se sacude el bimotor con el primer giro de las hélices. Enseguida, el bramido de motores lo llena todo. Miro por la ventanilla. Aún distingo en la polvareda el Toyota armado del SPLA (Sudanese People Liberation Army) y a los soldados fumando. Ni miraron mi pasaporte, pues para entrar o salir de este lugar no hay visados. Solo mostré un papel arrugado, el permiso de su comandante para que yo pasara allí estos meses.
Se eleva un punto más el tono de las máquinas, e iniciamos el despegue. Recuerdo las palabras que escuché unos días antes de boca de un buen hombre, un maestro de primaria. Me decía: “Tengo que ir a Jundum, me necesitan allí, porque si yo no voy…¿Quién irá?”. Jundum es la aldea donde está su escuela. El se llama Robert. Robert Kamande.
Esa aldea, con la escuela de Robert, y esta pista de donde despega ahora mi avión, están en el centro-Oeste de Sudán, en esa región que los pueblos del Nilo llaman secularmente “las Montañas Nuba”. Solo esta pista de tierra para avionetas, y un eterno camino de piedras hacia Khartoum, la comunican con el mundo. La habitan los Nuba, pueblo siempre en guerra, siempre asediados por las tribus árabes que lo rodean. Un solo europeo, cura valiente y enamorado (D. Daniel Comboni), pudo acceder al corazón de este pueblo aislado, abriéndolo al mundo y al Evangelio.
Las montañas Nuba son interminables colinas de piedra que esconden a este pueblo tan antiguo. Sus hombres, sus mujeres y niños fueron ya codiciados como esclavos por Egipto y Roma, por Etiopía y Arabia. Es trágico como se repite su historia en las tres últimas décadas, en que miles de niños Nuba han sido secuestrados y llevados a Khartoum a campos de ‘reeducación’ (arabización), o vendidos en Chad y Libia como esclavos. Este genocidio, que aún continúa en Darfur, es historia de este ensangrentado Sudán postcolonial, envuelto en el delirio islamista-nacionalista que enloquece a su presidente, Omar Al-Bachir.
El Antonov gira pesadamente al sur. Me esperan muchas horas de vuelo para salir de este país enorme. Brilla abajo el Nilo Blanco, el gran río que une el mundo árabe y negro, la sábana y el desierto. Y sigo pensando en las palabras del maestro de Jundum preocupado por su escuela. “Si yo no voy…”.
Kapuscinski, el periodista y escritor decía: “No escribo sobre “África”, un continente inmenso , sino sobre personas que encontré allí (…) , en realidad, “África” no existe”(Ébano, introducción).
Robert Kamande nació en las “tierras altas” de Kenya, sobre el gran valle del Rift. De etnia Luo, y maestro de siempre, maestro de raza. Fue contratado hace años por la diócesis de Darfur-Kurdufan para dar clase a los niños Nuba, en las aldeas que salpican estas montañas. Al principio las escuelas eran la sombra de un Baobab, lugar discreto y abierto, para estar atento al paso diario de los bombarderos, y correr a refugiarse con los niños bajo las rocas.
En 2005, con la firma de paz entre gobierno y SPLA, cesaron los ataques, y aunque la inseguridad por las incursiones de algunos Misseriya persiste (nómadas armados) las familias van volviendo a sus tierras en el valle, y miles de niños llenan de nuevo de vida las escuelas que la Iglesia reconstruye allí. Así, el camino bajo mi ventana se llena al amanecer de su vocerío y del color de sus uniformes azules, siempre corriendo con sus mochilas, siempre jugando. Niños Nuba, de ojos vivos e inmensos. Ni en otros países de África había visto yo niños así.
Un viernes me esperaba el Padre John, misionero, a la puerta de la consulta en el hospital. Son cerca de las 11, me asomo y le veo riendo, charlando en árabe con el nutrido grupo de pacientes que espera su turno a la sombra de unos arbolitos. Son mujeres envueltas en velos de colores vivos, y niños corriendo entre ellas, o en sus brazos. Algunos ancianos, y pocos hombres. El misionero se acerca y me propone algo: “Santiago, llevas ya mucho aquí, vente conmigo el fin de semana a Jundum, para que veas como son estas tierras más al sur, te descansará y abrirá los ojos”.
Santiago Izco

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